domingo, 11 de enero de 2009

LA “ÚLTIMA NACIONALIZACIÓN”


Para entender lo que ha pasado podemos recurrir a una analogía: imagínese que la alcaldía, por razones que sólo ella conoce, decide que el balcón de su departamento es de necesidad pública y lo hace propio. Para ese fin, tiene varias opciones:
Plan A o de compra, a un precio convenido, del balcón o de todo el departamento;
Plan B o de expropiación, a un precio tasado, del balcón o de todo el departamento;
Plan C o de confiscación del departamento, junto a la invitación a conciliar cuentas para ver si existe un saldo a pagar.
El primer Plan funcionó con Andina. Con Chaco, Transredes y la Compañía Logística de Hidrocarburos Boliviana (CLHB) el Gobierno aplicó el Plan B. Con ETI-ENTEL, optó por el Plan C. I.- CARACTERIZACIÓN DE LAS MEDIDASBajo el término genérico y ambiguo de nacionalización, el 1º de mayo de 2008 se han dado tres diferentes figuras para que el Estado tome el control de algunas empresas, consideradas estratégicas.
En el caso de la petrolera Andina S.A., YPFB, mediante un acuerdo, ha alcanzado el 50% + 1 de las acciones de Andina, gracias a la compra del 1.02% del paquete accionario (por poco más de 6 millones de dólares, al precio de 45 dólares la acción), a expensas de Repsol. Se trata de una “compra hostil”, que se caracteriza por obligar a un socio a vender contra su voluntad, generalmente a un precio atractivo, que, sin embargo, en este caso fue el precio “en libros”, o sea el valor contable. Como se ha insinuado, ni tan diplomáticamente, la venta se concretó más por presiones del gobierno español sobre Repsol, que por convicción de sus ejecutivos, aunque la negociación terminó con algunos “compromisos” de YPFB, cuyo cumplimiento las autoridades nacionales no se han cansado de garantizar y cuya redacción parece estar aún en curso.
En el caso de la petrolera Chaco, cuyo socio estratégico es AMOCO Bolivia Oil & Gas AB, una asociación de capitales argentinos y británicos (BP), la compra hostil no pudo concretarse por la resistencia de esa empresa. El gobierno boliviano optó por la expropiación de las acciones necesarias al socio estratégico, fijando además el precio de la acción en su valor contable de 29 dólares (DS 29541). Lo sorprendente es que Chaco fue la primera empresa petrolera en llegar a un acuerdo con YPFB en octubre de 2006 para renegociar los contratos petroleros. ¡Vaya desencanto!
Con el mismo decreto supremo se autoriza una expropiación similar de las acciones de Transredes Holdings S.A., pertenecientes a una empresa británica de inversiones (Ashmore), al precio de 48 dólares por acción, operación que ha permitido a YPFB acceder a la mayoría absoluta de las acciones de Transredes S.A. En ambos casos, hubo una expropiación sui generis, con opción de compra hostil, si finalmente los socios privados aceptan recibir el valor decretado para sus acciones, tal vez a cambio de “compromisos” similares a los logrados por Andina. Si en definitiva así no fuera, se tratará de una expropiación que será resistida ante tribunales internacionales de arbitraje.
Similar suerte – es un decir -, aunque con matices diferentes, ha corrido CLHB, dedicada al transporte y almacenaje de hidrocarburos líquidos en la región occidental del país y conminada a endosar a YPFB el 100% de las acciones que estaban en poder de OILTANKING Investments Bolivia S.A., una asociación de capitales peruanos y alemanes, al precio de 60 dólares por acción (DS 29542).
Finalmente, el DS 29644, decretó la “nacionalización” de todo el paquete accionario que la Euro Telecom International NV (ETI), de capitales italianos y españoles, entre otros, tenía en ENTEL S.A., pero sin fijar el precio, asunto dejado a una ulterior fase de valuación. Se trata en los hechos, hasta ahora, de una confiscación, desde el momento en que se expropió sin compensación previa ni cierta.II.- LEGALIDAD Las recientes medidas de nacionalización que lanzó el Gobierno obedecen a una tradición legal sempiterna en el país: provocarlas por decreto supremo, para que sean eficaces. Hay un fantasma de asesor palaciego que se encarna, de tiempo en tiempo, en juristas de nuevas generaciones, posesos de las mismas ansias expropiatorias. De los privatizadores no nos ocupamos, pues están hibernando.
Los lectores merecen al menos entender que bajo el rótulo de nacionalización, se esconde por lo general una expropiación, en tanto haya una indemnización en medio. Más radical será la nacionalización - con nada de expropiación y todo de confiscación – que no ofrezca ni pague indemnización alguna.
La Constitución de 1967 prohibía la confiscación como castigo político (protección destinada a los opositores más que a las empresas, evidentemente). Para abrirle campo al Habeas Data, se prescindió luego de tal preciosismo, lo que, según los que saben, no elimina la protección a la propiedad de nacionales y extranjeros, de la anacrónica Constitución vigente, que en su necedad no distingue entre las varias posibilidades de naciones internas, ni entre éstas y las externas.
Claro que, como en el caso de la mina Matilde o de las nacionalizaciones de la Standard Oil o de la Gulf, las anteriores fueron hechas por gobiernos que fueron resultado de golpes o revoluciones, inaugurados normalmente por sendos decretos supremos que ponían en vigencia la Constitución, “en todo lo que no se oponga a los principios del gobierno nacional”. Esta vez, en cambio, ha nacionalizado un gobierno elegido por el voto. En su posesión no hubo - que se hubiera difundido - ninguna otra promesa que no fuera cumplir su programa, por el cual la gente ha votado, pero ¡ay!, respetando y haciendo respetar la Constitución y las leyes.
El Artículo 22 de la Constitución dispone que la expropiación se imponga por causa de utilidad pública o cuando la propiedad no cumpla una función social, calificada conforme a ley y previa indemnización justa. Nuestra Constitución – victoria para los nacionalizadores -, no prevé que la expropiación se haga por ley en cada caso, sino que se ajuste a principios que debe desarrollar una ley.
La ley que se refiere a la utilidad pública es algo veterana. Data de un decreto reglamentario de 1879, dictado en el gobierno de Hilarión Daza, que fue elevado a rango de ley en 1884.
La ley que califique la función social de la propiedad está esperando el sueño de los justos, aunque haya quien opine, con fundamentos, que “(…) su aplicación a cada una de las situaciones posibles. Y así, las leyes no tienen más remedio que encomendarle a la administración la concreción y aplicación ad casum de la función social (…)” (Gaspar Ariño O.) Resta, entonces, saber si el legislador, sabio como todos dicen que es, querrá, por ley, transferirle al Poder Ejecutivo la responsabilidad de definir cuándo una propiedad cumple o no la función social, ajustado, aunque sea, a amplios patrones de subjetiva aplicación concreta.
Primera conclusión: la expropiación no requiere de una ley, sino de ser calificada conforme a ella. No cabe agravar la posición de los nacionalizadores sosteniendo que como el Estado requiere de aprobación legislativa para la compra de inmuebles, ello se aplica a las acciones, pues, tristemente, éstas son bienes muebles (Art. 81 del C. Civil).
El Artículo 108 del Código Civil, la biblia del derecho privado, reitera los principios constitucionales y agrega una clarificación imprescindible de considerar: “La utilidad pública y el incumplimiento de una función social se califican con arreglo a leyes especiales, las mismas que regulan las condiciones y el procedimiento para la expropiación.” Una ley, como es el Código Civil (superior a los decretos del 1º de mayo), dispone que haya, entonces, un procedimiento legal para la expropiación y que ésta cumpla con algunas condiciones. No es decretar y tomar, nomás.
La Ley de 1884 no da luces sobre lo que, probablemente, eran aún sólo alucinaciones de Julio Verne: el uso intensivo y rentable de los hidrocarburos, y la explotación inclemente del éter, a través de las telecomunicaciones. Esa ley fue primordialmente pensada para obras proyectadas de utilidad pública a realizarse en inmuebles privados por eso expropiables, y para reglar la expropiación de inmuebles religiosos, acerca de la que permanecemos silentes porque no queremos dar ideas a nadie.
Un dato clave es que el Artículo 3 de esta ley de 1884 sostiene que, salvo en los casos en que la declaración de utilidad pública de una obra deba ser efectuada por ley (necesaria cuando, naturalmente, debe imponer contribuciones – tributos – para su realización) o por ordenanzas municipales, la declaración de utilidad pública debe hacerse por decreto del Poder Ejecutivo. Los requisitos que éste debe cumplir están bastante demodé, como su publicación en un “periódico oficial” (ahora Gaceta) “dando tiempo proporcionado para que los habitantes de las poblaciones interesadas puedan hacer presente a la autoridad política local lo que tuvieren por conveniente.”
Algunas conclusiones pueden, sin embargo, obtenerse: la expropiación no puede ser instantánea, sino que requiere de un procedimiento. La norma que declara la utilidad pública o el incumplimiento de la función social, sólo es un momento inicial del proceso expropiatorio y no puede concluir con él, sin cumplir un procedimiento legal y las condiciones que la ley imponga. No puede, eso no, ordenar la toma de bienes privados, aun cuando el efecto de la expropiación pueda ser desbaratado si no lo hace.
Y aquí sale a flote la mayor garantía a la propiedad consignada en el Artículo 22 de la Constitución, que es la indemnización previa y justa. “Previa”, está claro, a la toma del bien, y “justa”, que refleje su valor.
La ausencia de una ley (vistas las limitaciones de la de 1884) que defina el procedimiento, las condiciones y la calificación de la utilidad pública o el incumplimiento de la función social, no permite que – primera derrota para los nacionalizadores – el Poder Ejecutivo haga suyas las competencias que la Constitución ha reservado al Poder Legislativo. El decreto supremo puede ser el primer acto de un proceso expropiatorio pero no puede prescindir de un marco legal que lo regule.
Un gobierno con mayoría en una cámara y capacidad de persuasión en la otra, debería poder, en defensa de la legalidad que tan sentidamente asume ante los referéndums departamentales, canalizar sus aspiraciones nacionalizadoras promoviendo la demorada ley que la Constitución y el Código Civil anuncian hace décadas.
Acudimos al argumento de autoridad: Ciro Felix Trigo escribía en 1951, a propósito de la Constitución de 1945, reformada en 1947, que tenía una garantía al derecho de propiedad semejante a la actual, que “la calificación de utilidad pública, conforme al precepto constitucional, sólo se puede realizar por ley. Sin embargo, en varios casos se ha dispuesto la expropiación de bienes mediante decreto supremo dictado por el Poder Ejecutivo, lo que constituye un procedimiento inconstitucional.”
Es posible que a estas alturas el lector acucioso se preocupe por la salud mental de los autores, cuando se trata de algo peor: ingenuidad. III.- TRANSPARENCIA La compraventa de acciones por el Estado no ha sido motivo central de la preocupación legislativa boliviana, salvo, claro, en los ‘90. En general, en los procesos vividos en esa década se postuló que la venta de bienes del Estado o, más específicamente, de acciones, debía hacerse con medidas suficientes de publicidad (Art. 10 de la Ley 1178, mal llamada SAFCO) y por medio de procesos competitivos: licitaciones públicas, nacionales e internacionales o el uso de bolsas de valores. Ninguno de esos postulados sirvió, ciertamente, para ahuyentar la sombra de lo indebido ni garantizó la vida de los gobiernos que los plantearon, ni de sus medidas.
El principio, en cambio, de la competencia (un medio para asegurar mejores condiciones para el Estado, a través de la participación de varios oferentes), así como el de la información (transparencia de los procesos) no es algo propio de las ventas en que ha participado el Estado, sino de la responsabilidad por la función pública en general. Así, el decreto reglamentario de la Ley No 1178, dispone que la transparencia tenga por objeto permitir las labores de control “y procurar una comprensión básica por parte de la sociedad respecto a lo esencial de la asignación y uso de recursos, los principales resultados obtenidos y los factores de significación que influyeron en tales resultados (…)”. Esto también tiene que ver con la eficacia, economía y eficiencia de los actos de los servidores públicos (“Los recursos invertidos en las operaciones deben ser razonables en relación a los resultados globales alcanzados”).
Todo lo que, en buenas cuentas, quiere decir que el Estado, sea en posición vendedora o compradora, debe generar información pública confiable y suficiente sobre sus decisiones, y asegurar una adecuada relación entre lo que invierte y lo que recibe. Por eso, las normas sobre cotizaciones de servicios de consultoría, licitaciones e invitaciones públicas, son la regla, y las contrataciones directas, la excepción. Últimamente, el gobierno ha creado un notable y creciente margen para las excepciones, que es aquel del que gozan las empresas “estratégicas” (ver, por ejemplo los DS 29474 y 29506), lo que les da amplio poder para comprar directamente y sin tanta burocracia, pero a la vez pone en odioso riesgo - de fortuna o desgracia - a quienes hoy manejan febrilmente sus recursos.
¿Qué se hace, sin embargo, cuando el Estado sale de compras de bienes únicos, como las acciones de una petrolera (de procedencia inglesa, que es de mejor calidad, y no de industria brasilera)? Absurdo es pedirle que promueva una licitación o que cotice el valor ante tres proveedores.
Un camino sería contratar a unos expertos que pudieran hacer eso que nadie sabe bien en qué consiste, una “auditoria”, que en realidad debería ser sólo una valuación, y den el valor pericial resultante, más o menos como cuando se va a rematar una casa en los juzgados. En teoría, ése es el camino de la contratación de un banco de inversión, lo que torvamente recuerda a los años de la fiebre privatizadora.
Profundizando, ¿Cómo calcularía el valor ese banco de inversión? (luego de pasar las pruebas de ausencia de conflictos de interés y de digestión local de su tufo capitalista). La conclusión es que un método claro y unánime no existe. Todos son fabricaciones de las finanzas corporativas. “La valoración es más un problema de estimación que de certeza”. Sumar activos y restar pasivos, o sea obtener el valor en libros, puede ser matemáticamente más sencillo pero también puede subestimar el valor del negocio (porque produce más flujos de los que, en comparación, su patrimonio permite evaluar) o sobrestimarlo (porque el negocio es una calamidad, aunque la empresa tenga muy bien pintados sus activos y no deba un peso). La valoración en libros, por estas causas, es la menos usada en el mundo y se la utiliza sólo como una tangencial referencia para las operaciones de compraventa.
Una opción es calcular el EBITDA (por las siglas de “Earnings Before Interests, Taxes, Depreciations and Amortizations” – “ganancias antes de intereses, impuestos, depreciaciones y amortizaciones”) que es la prospectiva de ganancias que tiene el negocio y multiplicarla por un factor (número), que varía según la industria, dependiendo además de los riesgos involucrados en la operación o, finalmente, verificar las operaciones similares que se han hecho recientemente en el mercado. La proyección de flujos descontados que tenga el negocio es un modo alterno, por el que se calcula a valor presente, es decir al valor que el dinero futuro tendría hoy, si le aplicáramos una tasa de descuento. Normalmente, el resultado de la aplicación de este método de flujos descontados se contrasta con el del EBITDA, para sacar una media.
Si la opción del banco de inversión no gusta, un potencial comprador, ya socio de la empresa, hubiera obligado a la administración a cotizar en bolsa. Pero claro, para eso la bolsa de valores boliviana no serviría, en tanto en ella se transan muy pocas acciones, por lo que su mercado no está desarropado y, consecuentemente, no tiene “profundidad”, y el tiempo que el registro en mercados internacionales se hubiera demorado no se condolía del apremio de la llegada del 1º de mayo.
Las preguntas surgen de inmediato respecto del proceso conducido antes del 1 de mayo de 2008 por el gobierno y YPFB, y el que se llevará a cabo después. ¿Cómo aquilataron los funcionarios de YPFB que lo que pagaron por las acciones minoritarias de Transredes fue un precio justo? ¿Fue justo pagar 41 dólares a LAIF y ofrecer 48 dólares a Ashmore? Al final del día se trata de diferencias millonarias dejadas a la discreción (otros la llaman “sabiduría”), que contrasta con el calvario de los funcionarios públicos cuando tienen que comprar un paquete de papel higiénico.
¿Qué resultados económicos, palpables, mensurables pretende el Estado obtener para determinar si los recursos que usó tan pródigamente han sido bien invertidos?
Con justicia, se criticó que los procesos privatizadores de los noventa fueron mantenidos en mucho sigilo, con contratos preservados con celo en despachos notariales o públicos, con doble llave. Hasta ahora, y ya han pasado algunos días, no se ha visto que los servidores públicos de la hora anuncien la provisión de información que permita evaluar sus gestiones y las ventajas que implican para la colectividad. Pero de eso ya nadie se queja, así que no se preocupen.IV.- CONSECUENCIAS En el tema de las consecuencias de las medidas del 1 de mayo, hay por lo menos cuatro elementos que merecen ser comentados.
El primero es las razones que indujeron el gobierno a asumir unas medidas más duras y arriesgadas que anteriores “nacionalizaciones”. El argumento fundamental parece ser su naturaleza de empresas “estratégicas”.
Empresas como Andina y Chaco, que tienen contratos de servicios firmados con YPFB que las obligan a cumplir una serie de compromisos, no son empresas estratégicas “económicamente” sino “políticamente”, porque antes fueron de YPFB, aunque su papel en la cadena hidrocarburífera no difiera del de las otras empresas que operan en Bolivia. El caso de Transredes y CLHB se entiende más, porque son empresas vinculadas a la cadena de transporte y almacenaje, cuyo control YPFB ha tomado con exclusividad, más allá de lo que señala la Ley de Hidrocarburos 3058, vigente pero inaplicada, como tantas otras hoy.
Queda pendiente el debate sobre lo que es y lo que no es estratégico en Bolivia. ¿El control de la producción y comercialización de la hoja de coca no debería ser más estratégico que la mayoría accionaria en una empresa que produce petróleo subvencionado? Ni qué decir de los alimentos en tiempo de crisis, o de las finanzas en ciclos de convulsión monetaria. No es un secreto que para un gobierno totalitario, y no juramos que éste no lo vaya a ser, todo es estratégico. El límite para expropiar es el presupuesto y la temeridad de los gobernantes.
El segundo aspecto que salta a la vista es la justificación de la confiscación de la participación de ETI en ENTEL a partir de un decreto supremo (No. 29543) que autoriza al superintendente a intervenir empresas de telecomunicaciones cuando “considere” que exista riesgo en la continuidad del servicio. ¿No hubiese sido más claro decir “cuando el gobierno le ordene al Superintendente intervenir”? Los Considerandos del DS 29544, que el decreto anterior aplica a ENTEL, son una perla, ya que resuelven, vía decreto, cuestiones que corresponden a la justicia, a la fiscalización administrativa o, en última instancia, al pensamiento político. De hecho, como asumen y repiten implícitamente todos los decretos analizados, la seguridad jurídica se acaba desde el momento en que las empresas son nacionales (Arts. 24 y 135 de la CPE) y, por tanto, están sometidas a la doctrina y al deseo del gobierno de turno.
Todos los decretos del 1º de mayo que autorizan las compras de acciones tienen un artículo que se refiere a las “contingencias” que deben ser asumidas por el anterior administrador. Si bien el Estado, cuando capitalizó sus empresas en los años ’90, tuvo que sanearlas de las contingencias, sin embargo ahora olvida que era socio, aunque minoritario, de Chaco, Transredes y ENTEL y que tenía directores y síndicos para dirigir y fiscalizar esas empresas. En el caso contrario, ¿Para qué existen los consejos de administración, o directorios, cuyas decisiones son adoptadas y aplicadas a nombre de toda la empresa y no sólo del socio mayoritario? Ciertamente, en el caso de CLHB, es comprensible que el Estado se resista a asumir una deuda que terminó en los bolsillos de los socios, según se ha informado, sin embargo, eso es consecuencia de la “compra hostil”, la cual ha sido respondida con una manera “hostil” de entregar la empresa.
Finalmente, es lícito preguntarse cuánto ayudan y cuánto perjudican al país esas medidas. Sin duda no resuelven los grandes problemas del sector de hidrocarburos, que son la producción estancada y el abastecimiento de combustibles; sin duda no ayudan a dar continuidad al desarrollo tecnológico de las telecomunicaciones, al margen de si ETI realizó las inversiones necesarias; sin duda no atraen mayores inversiones a un país que parece siempre más una isla en un archipiélago de países vecinos hacia donde navegan, con buen viento y puertos seguros, grandes capitales de inversión productiva.
Pero, en el fondo, estos exámenes se estrellan contra un muro concreto: el electorado de Evo Morales no votó por políticas que atraigan inversiones, sino por la redistribución de la riqueza heredada, de modo que el gobierno sigue cumpliendo religiosamente su programa. Y no parece conocer sino un método: el del estruendo. Evo cumple.

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